viernes, 6 de junio de 2008

Bolchevismo vs. Autonomismo (parte 2)

El autonomismo y el poder

La historia demostró de sobra que no es posible acabar con la explotación y opresión de la enorme mayoría de la población sino es quitándole de las manos a la burguesía la totalidad de su poder político y económico, es decir, la posibilidad de ejercer la coerción física y la propiedad de los medios de producción y de comunicación masiva. Si esto no ocurre, la minoría explotadora sigue disponiendo de todas las fuerzas productivas avanzadas de la humanidad (y por lo tanto, de toda la riqueza, de toda la capacidad de satisfacer las necesidades y deseos de toda la población), de la capacidad de reprimir violentamente a los sectores populares, de controlar el flujo de información e imponer su particular forma de ver el mundo. O sea, sigue teniendo la posibilidad de hacer con el mundo lo que se le da gana, desde arrasarlo con la contaminación ambiental, hasta hacer morir de hambre a millones de personas que nunca tuvieron siquiera la oportunidad de elegir qué tipo de vida querían tener.

La historia demostró también que los trabajadores asalariados pueden ser el sector más dinámico y anticapitalista de toda la sociedad, consiguiendo arrastrar atrás de sí a todas las capas oprimidas en la lucha por con conquistar el poder político y económico. Y también demostró que la clase obrera es la única que tiene la homogeneidad y el nivel de concentración necesarios como para ejercer una auténtica democracia socialista (ya que no tiene que preocuparse por defender ninguna propiedad privada, se encuentra físicamente compacta en grandes unidades productivas, no tiene que competir entre sí, sufre la explotación económica más directa y tangible de todas, maneja las fuerzas productivas más avanzadas, etc.). Esto se puede comprobar también por la negativa en todos los procesos revolucionarios anticapitalistas en los que la clase obrera estuvo ausente como tal: tanto en Europa del Este como en China y en Cuba, la degeneración burocrática fue inmediata. Por el contrario, en la Revolución Rusa, pese a su degeneración posterior, las masas tuvieron pleno protagonismo democrático durante muchos meses y aún conservaron algo de él en las durísimas condiciones impuestas por la guerra civil y la posterior reconstrucción económica, por el hecho de haber tenido como su más firme impulsor al proletariado, a los trabajadores asalariados principalmente de la industria.

Por estas razones, el bolchevismo en general y el trotskismo en particular hacen hincapié en la necesidad absolutamente insoslayable de que la clase obrera encabece un movimiento popular que se haga con la totalidad del poder político y económico en todos los países. La estrategia del bolchevismo es, por lo tanto, una estrategia de poder, y ordena toda su táctica alrededor de ella.

El autonomismo en todas sus variantes, por el contrario, carece de esa estrategia de poder, por diferentes razones. Tanto el anarquismo como el “sindicalismo revolucionario” consideraban que el poder no debía ser tomado, sino “derribado” mediante la huelga general revolucionaria o “abolido” por decisión popular, cosa que (como se explicó en el artículo anterior) es totalmente utópica. El autonomismo post-URSS también considera que el poder no debe ser tomado, sino que los “movimientos sociales” tienen que construir en sus márgenes. La única perspectiva un poco más interesante la ofrece el consejismo y sus variantes (situacionista, etc.), que si bien consideran que es necesario que la clase obrera tome el poder, piensan que va a hacerlo por sí sola cuando llegue espontáneamente al nivel de conciencia necesario para ello.

El bolchevismo y la conciencia revolucionaria

A diferencia de estas tendencias, el bolchevismo siempre consideró que la clase obrera y las masas en general no pueden llegar “espontáneamente” a la conciencia de que es necesario hacerse con el poder político y económico. El proyecto revolucionario comunista no es algo que exista en el inconciente del trabajador y deba ser “exteriorizado”, ni tampoco un producto mecánico de su propia experiencia de clase: si fuera así, la misma existencia de la clase obrera ya habría llevado hace siglo y medio al socialismo mundial.

Tampoco es cierto, como pretenden algunas tendencias consejistas, que solo haga falta una “autoclarificación” de la clase obrera mediante la creación de “grupos de estudio”, “colectivos horizontales”, “agrupaciones independientes”, etc. En primer lugar, porque si la clase obrera comprendiera por sí sola la necesidad de crear esos grupos, es porque ya habría llegado a un nivel de conciencia revolucionaria que lindaría con el comunismo: nuevamente, la revolución mundial ya se habría hecho hace siglo y medio. Y si esos grupos no fueran creados por la misma clase “espontáneamente”, sino por sus minorías avanzadas en conjunción con los elementos intelectuales revolucionarios provenientes de otras clases, entonces ya no sería “auto-clarificación”, sino simplemente clarificación.

Es muy cierto que es necesario que la minoría obrera avanzada en conjunto con los intelectuales revolucionarios clarifiquen al resto de los trabajadores sobre las condiciones y estrategia de su liberación, sobre cómo se desenvuelve la historia, cómo funciona la sociedad, qué rol cumple cada clase social en ella, cómo es el mecanismo de la explotación y de qué forma puede ser destruido. Ahora bien: es imposible una “clarificación” puramente intelectual, realizada exclusivamente en el terreno de la teoría. La clarificación de la clase obrera sobre su situación en la sociedad, sobre su proyecto histórico y sobre las tácticas a adoptar en cada momento, sólo pueden darse como un proceso dialéctico, que se desenvuelve principalmente sobre el terreno de la práctica, de la experiencia cotidiana de clase. Pero esta experiencia no es “cualquier” experiencia de clase: es aquella experiencia que es orientada, dirigida por la minoría avanzada, por la vanguardia revolucionaria, ya sea por la positiva (en caso de que la vanguardia sea hegemónica en un movimiento) o por la negativa (en caso de que la vanguardia sea minoritaria y acompañe el movimiento dando en todo momento su propio punto de vista). La clave del proceso es justamente la actitud tomada por esa vanguardia revolucionaria frente a cada pequeño o gran problema que plantee la cotidianeidad de la lucha de clases.

Sin este acompañamiento práctico, empírico, cotidiano y sistemático a la clase trabajadora por parte de la vanguardia revolucionaria, el proletariado nunca puede llegar a una conciencia plena y claramente socialista: no tiende a llegar más a que a una conciencia sindicalista, a una conciencia de que son necesarias ciertas reformas parciales e inconexas. En primer lugar, porque su “sentido común” es el resultado de la influencia ideológica permanente que ejerce tanto la burguesía (en sus variantes imperialistas, nacionales y populares, pequeño-empresarias, etc.) como los pequeños productores: esto hace que el trabajador, ni sea “revolucionario por naturaleza”, ni sienta una atracción natural hacia las ideas revolucionarias. Por el contrario, toda teoría revolucionaria debe abrirse paso hacia los trabajadores, ganándose su confianza y mostrando su validez y utilidad en las pequeñas y grandes cosas del día a día.

Pero lo tanto, es absolutamente fundamental que la vanguardia revolucionaria intervenga en todos y cada uno de los frentes de la lucha de clases, en cada uno de los frentes en que los intereses de los trabajadores y los oprimidos en general choquen (aunque sea en aspectos parciales y superficiales) contra los intereses de la burguesía. Pero esa intervención, al mismo tiempo, para ser útil necesita ser unificada y sistemática. Necesita partir de una única caracterización de la situación política general, de una única orientación política general para el momento, de una unificación militante basada en una estructura permanente, con una clara división de tareas. Es decir: necesita de la existencia de un partido político revolucionario.

En determinada fase de la lucha de clases, la actividad de las masas pierde su carácter segmentario y parcializado (es decir, sindical) y adquiere plenamente un carácter político, general, unificado. Es en este momento donde más firmemente se hace necesario que la vanguardia revolucionaria dispute y conquiste la dirección política de las masas, para que con las consignas y las tácticas adecuadas para cada momento, las oriente en el camino de la toma del poder, la expropiación de la burguesía y la transición hacia el socialismo. Es también en consecuencia el momento en el que más necesario se vuelve el partido revolucionario: si las masas no son revolucionarias y claramente socialistas “por naturaleza” en el terreno sindical, mucho menos lo son en el terreno político, en el que súbitamente se encuentran cara a cara con su enemigo de clase y todo su aparato represivo e ideológico, sin poder terminar de reconocerlo como tal, sin poder identificar las trampas que éste le tiende, los miles de obstáculos que se alzan en su camino: las direcciones políticas traidoras, conciliadoras, reformistas, las provocadoras y aventureras, las desorganizadoras, etc.

(continuará)

lunes, 2 de junio de 2008

Bolchevismo vs. autonomismo (parte 1)

Orígenes históricos de las tendencias autonomistas

Como se explicaba en el artículo anterior, el anarquismo es una corriente ideológica que en última instancia expresa el punto de vista de los pequeños productores artesanales o familiares, o sea, de los que no son asalariados pero tampoco explotan fuerza de trabajo ajena, y producen usando herramientas poco tecnificadas, para subsistir o para vender pequeños excedentes al mercado. Este sector social existe en casi todas las sociedades de todas las épocas como ajeno al tronco principal de la producción, o sea, de las fuerzas productivas más avanzadas, y por lo tanto también de las principales clases sociales. Permanece al margen de amos y esclavos, de siervos y señores feudales, de obreros y patrones. Por esa razón, el eje de su cosmovisión política no es la lucha de clases, sino la lucha contra los abusos políticos, contra la autoridad, contra el poder.

El pequeño productor no anhela mucho más que poder vivir tranquilo realizando su actividad productiva cotidiana, sin la injerencia de sectores externos que le quiten el fruto de su trabajo (mediante tributos, impuestos, alquileres o intereses financieros), que amenacen su pequeña propiedad o que le impongan deberes políticos. Es esta mentalidad la que hace que el pequeño productor sienta como ajena y hostil a toda fuerza coercitiva, a toda fuerza que le imponga desde afuera una determinada forma de hacer las cosas. Es de este sector, por lo tanto, de donde brota casi naturalmente la ideología anarquista. Pero no queda limitado a él, sino que ejerce permanentemente una presión ideológica que influencia a todos los sectores explotados y oprimidos, incluida la clase obrera: esto fue lo que ocurrió en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, en las que el anarquismo encontró una base masiva entre los trabajadores asalariados en muchos países.

De la misma forma en que la burguesía ejerce una presión social objetiva que lleva a que sectores de trabajadores tomen como propios valores ideológicos que les son ajenos (defensa de la propiedad privada y del capitalismo, de la nación, de la tradición y la familia, de la legalidad e instituciones burguesas, etc.), lo mismo ocurre con los pequeños productores, cuya presión ideológica introduce en el proletariado sus ideas anarquizantes. De esta forma, algunos trabajadores pierden de vista la centralidad política de la lucha de clases, y consideran que su enemigo principal es “el Estado” en abstracto, “la autoridad”, etc. (y en los casos más extremos, “la política” en abstracto).

La tendencia anarquista logró alcanzar una fuerza considerable en la Asociación Internacional de los Trabajadores de 1864, llevando a su escisión. Pero la presión ideológica anarquizante no se mantuvo limitada solamente a la tendencia anarquista. La degeneración reformista de la Segunda Internacional provocó un malestar muy importante entre sectores de su base obrera, llevando a una ruptura por izquierda que compartía muchas características con el anarquismo: la que conformó la tendencia conocida como “sindicalista revolucionaria”.

La Segunda Internacional (socialdemocracia) había abandonado paulatinamente su perspectiva revolucionaria: gracias al sistemático crecimiento de sus organizaciones, al mayor peso relativo de la clase obrera en la sociedad, a la ausencia de grandes turbulencias económicas y políticas, etc. había conseguido obtener una serie de mejoras superficiales en las condiciones de vidas de los trabajadores, lo cual le había hecho creer que era posible acabar con la explotación de una forma pacífica, gradual y en amistad con la burguesía. El principal terreno de su actividad se había traslado, por lo tanto, de las calles al parlamento, de la lucha obrera a la negociación sindical. El principal sujeto político ya no eran las masas proletarias sino los diputados, los profesionales sindicalistas, los intelectuales refinados.

Por esa razón, los sectores obreros más radicalizados de la Segunda Internacional se sentían asqueados de la participación en los parlamentos, tenían un rechazo instintivo hacia el todo lo que pareciera intelectual. Consideraban que los partidos obreros no hacían más que frenar la lucha de los trabajadores, suavizarla, quitarle toda su potencialidad explosiva. Sentían admiración por las organizaciones anarquistas que, al permanecer al margen de toda lucha política, no habían sufrido tan fuertemente la degeneración reformista, y todavía conservaban una enorme radicalidad. Por estas razones, encontraron en el apoliticismo anarquista la plataforma para organizarse en tendencia propia: el punto principal era la autonomía abstencionista de las organizaciones obreras respecto al Estado y sus instituciones, respecto a todos los partidos políticos.

Como se explicaba en el articulo anterior, la tendencia “sindicalista revolucionaria” también sufrió una degeneración reformista, y al igual que lo ocurrido con la socialdemocracia, muchos sectores terminaron apoyando a sus respectivos Estados en la carnicería interimperialista de 1914. La tendencia “sindicalista revolucionaria” terminó en muchos países siendo la pata obrera de movimientos nacionalistas reaccionarios: el caso más extremo fue el del fascismo italiano de Mussolini. En Argentina, el “sindicalismo revolucionario”, junto a sectores provenientes del socialismo reformista, terminaron siendo el núcleo obrero inicial alrededor del cual se formó el movimiento peronista. Como se puede ver, la “autonomía” y el abstencionismo de las organizaciones obreras respecto a la lucha política y sus partidos, no es ninguna garantía contra la degeneración.

La revolución rusa de 1917 tuvo como resultado la ruptura definitiva de los sectores obreros revolucionarios con la socialdemocracia, para formar la Internacional Comunista (Tercera Internacional). Pero no todos ellos se identificaron con los postulados bolcheviques: especialmente en Alemania y Holanda, surgió la llamada tendencia consejista. Su formación tuvo características muy similares a las del sindicalismo revolucionario: el hartazgo respecto al parlamentarismo socialdemócrata, la centralidad de la autonomía, etc. Tenía sin embargo varios rasgos novedosos: adoptaba como piedra basal de su proyecto revolucionario, ya no a los sindicatos, sino a los Consejos Obreros (soviets) surgidos en Rusia en 1905 y resurgidos en 1917, año en el que consiguieron tomar el poder. Como la tendencia sindicalista había degenerado, el consejismo (también conocido como “izquierda comunista” o “izquierda germano-holandesa”) sacó la conclusión de que los sindicatos eran de por sí organizaciones contrarrevolucionarias y que debían ser combatidos. Los “núcleos autónomos” debían reemplazarlos, sintetizando la lucha cotidiana por reformas con la lucha general por el poder político. Estos núcleos debían arrancar a la mayoría de los trabajadores de las garras del sindicalismo, para poder constituir Consejos Obreros encargados de tomar el poder.

Pero a diferencia de la socialdemocracia, los bolcheviques rusos habían demostrado ya que la existencia de un partido obrero no necesariamente implicaba adaptación al Estado burgués, sino todo lo contrario: el partido bolchevique había sido la punta de lanza de la revolución que destruyó al aparato estatal imperialista del zar y el capital financiero. Sin embargo, comenzaron rápidamente a correr rumores (alentados principalmente por los restos reformistas de la socialdemocracia y por los anarquistas rusos) de que los bolcheviques habían instaurado en Rusia una “dictadura de partido”. Rusia era un país que poseía una aplastante mayoría de pequeños productores campesinos, por lo cual era el perfecto caldo de cultivo para las tendencias anarquizantes (que encontraban su expresión tanto en grupos libertarios como en el partido socialrevolucionario).

Por lo tanto, el consejismo germano-holandés no se oponía “por principio” a los partidos obreros revolucionarios, aunque sí empalmaba con el anarquismo ruso en el rechazo al “despotismo bolchevique”. Sacaron entonces la misma conclusión que los anarquistas: el problema principal a afrontar no era la lucha de clases, sino que había que agregarle (eclécticamente) el de la existencia de “jefes”, de una jerarquía, de una autoridad política. Los nuevos partidos revolucionarios no tenían que tener “jefes” sino ser totalmente horizontales: tras comprobar que eso era imposible, un sector importante terminó por concluir que directamente había que oponerse a la construcción de partidos revolucionarios. Es contra estos sectores, entre otros, que Lenin escribió en 1920 su libro “la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”.

Tanto las tendencias anarquistas como las “sindicalistas revolucionarias” y consejistas fueron extinguiéndose paulatinamente ante su propio fracaso, degeneración reformista o cooptación por parte de la Tercera Internacional. El fascismo y la Segunda guerra mundial terminaron prácticamente de liquidarlas.

Las tendencias autonomistas después de la Segunda Guerra Mundial

El fin de la segunda guerra mundial dejó un panorama político mundial completamente transformado: el estalinismo se había convertido en una fuerza monolítica, que se había extendido hasta el corazón de Europa. Con la revolución china de 1949, dos terceras partes de la población del planeta se encontraban bajo regimenes colectivistas burocráticos. El capitalismo había emprendido también un proceso de auto-reforma que consistía en la intervención del Estado en el proceso productivo, en la mejora de la capacidad adquisitiva de los trabajadores y en la integración de las corrientes reformistas al aparato estatal, dando origen al llamado “estado de bienestar”, caracterizado también por la existencia de una muy importante capa burocrática.

En estas condiciones empezó a aparecer, principalmente entre sectores intelectuales, un fuerte rechazo a la omnipresencia estatal. Estos sectores (por ejemplo, el grupo “Socialisme ou Barbarie” de Francia y más tarde la Internacional Situacionista) planteaban un retorno a los conceptos autonomistas, especialmente los del consejismo. Retomaban la crítica a “las jerarquías”, los partidos revolucionarios, etc. identificando al bolchevismo con su degeneración estalinista.

Estos grupos encontraron un importante auditorio con el ascenso de la lucha de clases abierto por el Mayo Francés de 1968, que en los años siguientes se extendió a muchos países (especialmente Italia y España). En todos esos movimientos, los partidos estalinistas actuaron como quintacolumna de la reacción burguesa en el seno del movimiento obrero-estudiantil, jugándose a volverlo indefenso y desarticularlo. En todos lados surgió un muy legítimo odio al estalinismo, pero que se canalizó erronamente a través de los postulados autonomistas, dando origen a una nueva corriente, muy difusa y heterogénea: la llamada autonomía obrera.

El autonomismo, por lo tanto, se hizo fuerte como negación del estalinismo y todo lo que implicaba: verticalismo, monolitismo, ausencia de sana discusión en las bases y de elaboración colectiva, etc. El problema es que en cada uno de esos puntos, tomó exactamente la postura inversa: horizontalismo total, dispersión, obsesión por la discusión permanente, rechazo al establecimiento de un comando unificado. De esta forma, caía nuevamente en los mismos problemas que había tenido el anarquismo a la hora de enfrentarse a los problemas que plantea la lucha de clases.

La caída del Muro de Berlín: el auge del autonomismo

Con la crisis y colapso de la URSS, se extendió por todo el mundo, a lo largo y ancho de todo el movimiento obrero y popular, la amarga sensación de que la revolución proletaria tal como la entendía el bolchevismo había fracasado para siempre, y peor aún: que no había ninguna alternativa posible al capitalismo, la propiedad privada de los medios de producción y las instituciones burguesas. Parecía que la clase obrera ya no podía volver a ser nunca más un sujeto político independiente, e inclusive que ya ni siquiera existía.

Este estado de ánimo, alentado por las tendencias burguesas de todos los colores (la famosa afirmación de Fukuyama, por ejemplo, del supuesto “fin de la historia”), fue el perfecto caldo de cultivo para las tendencias autonomistas. Se desarrolló en el ambiente intelectual un nuevo tipo de autonomismo, que recuperaba parte de los elementos de la oleada de los 60-70, pero liquidaba aún sus últimos restos de clasismo: renegaba directamente de la centralidad de la clase obrera como sujeto político, en pos de una “multiplicidad del sujeto”. El poder político se volvía directamente algo que había que “deconstruir”, “dispersar”, etc. Toda organización política no hacía más que “reproducir” los valores del “sistema”, etc. La única alternativa era crear pequeños focos de “autonomía” en los cuales se implementaran relaciones sociales horizontales, cooperativas, etc. en convivencia pacífica con el capitalismo.

Estas tendencias autonomistas encontraron en el mundo académico y universitario burgués una caja de resonancia que les permitió empezar a volverse parte del sentido común de grandes sectores. Influenciaron también muy fuertemente a los nuevos movimientos que surgían en resistencia a la ofensiva capitalista “neoliberal”: el movimiento zapatista en México, los Sin Tierra de Brasil, los piqueteros en Argentina, los “anti-globalización” en todo el mundo, etc. Estos movimientos empalmaron con todo un sector proveniente del estalinismo, la socialdemocracia, el nacionalismo burgués y las diferentes burocracias sindicales, que empezaron a hablar en su mismo lenguaje. El resultado de esta unión fue la formación del Foro Social Mundial, impulsado especialmente por el PT brasilero, partido que al llegar al gobierno, demostró que en el fondo no era más que el mismo viejo reformismo, cada vez con menos reformas: pagó la deuda externa, avaló la flexibilización laboral, atacó el seguro social, no se metió con la propiedad privada, etc. Y todo con una retórica de “democracia participativa”, “movimientos sociales”, etc., directamente copiada del nuevo autonomismo.

sábado, 24 de mayo de 2008

Marxismo vs. Anarquismo (reeditado)

Para inaugurar este blog, subo a continuación una reedición del último artículo de Alegre Subversión. Se unieron las dos partes, se reordenaron párrafos y se profundizó en varios aspectos.

Marxismo vs. Anarquismo (reeditado)

Las diferencias entre la corriente marxista y la anarquista son, en su esencia, las diferencias entre una visión materialista, de pretensión científica, y una visión idealista. Este artículo intentará demostrarlo, contraponiendo las principales concepciones de cada una de ellas.

El motor de la transformación social

La teoría marxista se basa, ante todo, en el análisis de las características materiales de la sociedad. Es el resultado del estudio sistemático de la historia, de la reflexión sobre la dinámica que adquirió la lucha entre las clases sociales en todas sus fases.

En cambio, ya para empezar no se podría hablar de “teoría” anarquista, porque sus principios nunca fueron formulados como un conjunto de enunciados constatables. Al contrario, es más bien la expresión de un conjunto de deseos y anhelos, variables de una persona a otra, sin sistematicidad y sin dimensión empírica. Mientras la corriente marxista se basa en un cuerpo teórico, la corriente anarquista se basa en valores y principios individuales.

La corriente marxista toma como punto de partida el análisis del sentido de la evolución histórica. Ese sentido es el del desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, de la capacidad de la humanidad para moldear su entorno, dominar las fuerzas de la naturaleza, proyectar su deseo en forma de materia. Considera que este desarrollo es inevitable y además progresivo y deseable, porque es el que garantiza que la humanidad viva cada vez con más comodidades y placeres, con menos esfuerzo y sufrimiento. El desarrollo de las fuerzas productivas, al mismo tiempo, revoluciona las relaciones sociales de producción que sobre ellas se sustentan: libera al ser humano de las trabas de la esclavitud y la servidumbre, disminuye la cantidad de esfuerzo socialmente necesario para garantizar la subsistencia, disuelve la antigua comunidad patriarcal que oprime a las mujeres y a las minoría sexuales, elimina las sombras con las que la religión oscurece el desarrollo del conocimiento y del arte. El desarrollo de las fuerzas productivas, en última instancia, acerca a la humanidad a tomar conciencia de sí misma, a existir como sujeto plenamente conciente, aprovechando al máximo sus capacidades creativas y su intelecto.

Lo único que traba al desarrollo de las fuerzas productivas en cada período histórico es una determinada forma de organizar socialmente la producción, o sea, un modo de producción obsoleto. Esto significa: la manera en que una sociedad produce, distribuye y consume, ya no se corresponde con el nivel alcanzado por las fuerzas productivas, que permitiría hacer todo eso de una forma superior, más eficiente, más conveniente para todos. Pero por más que un modo de producción obsoleto pueda trabar momentáneamente (y en un sentido muy general) al desarrollo de las fuerzas productivas, esto no se produce de forma armónica. La potencia expansiva de las fuerzas productivas hace que de alguna forma estas desborden al modo de producción obsoleto, entrando en contradicción con él. Esto produce choques de tal magnitud que consiguen hacer temblar a toda la estructura de la sociedad, resquebrajándola y haciendo emerger con enorme violencia las contradicciones estructurales entre los intereses de las diferentes clases y capas sociales.

La lucha de clases resultante de este impacto, al igual que el choque entre las placas tectónicas, tiene como consecuencia la transformación de todo lo que sobre ellas se sustenta: la reconfiguración de todas las relaciones productivas, de las instituciones, de las formas de ver el mundo. Sobre esta base material es que la corriente marxista desarrolla sus análisis y su intervención práctica, para conseguir que el desarrollo de las contradicciones que ya están presentes en el interior de la sociedad desemboque en el establecimiento de las relaciones socialistas-comunistas a escala mundial, y en el marco del más alto desarrollo de las fuerzas productivas, de la ciencia y la tecnología.

En cambio, la corriente anarquista no toma ningún punto de partida histórico. Postula las características de una sociedad ideal, que no tiene lugar ni tiempo concreto. En ese sentido es la heredera de las corrientes utópicas, es decir, de las fantasías surgidas hace siglos como reflejo de la aspiración de las clases oprimidas pre-capitalistas a una vida mejor, en un marco en el que el escaso desarrollo de las fuerzas productivas hacía imposible el surgimiento de un proyecto emancipador serio, científico. Mientras la corriente marxista es producto de la existencia de la industria y la ciencia moderna, la corriente anarquista es resultado de condiciones primitivas de existencia, del pequeño campesino y el artesano. Por lo tanto, mientras el marxismo interviene sobre una realidad que ya está en transformación, que ya contiene en sí los elementos que la llevan a su superación revolucionaria, es decir, que ya posee un motor propio de cambio al que solamente hay que darle una dirección, el anarquismo actúa intentando motorizar ese cambio desde un mundo de puras ideas, de la misma forma en que lo haría una religión.

Al igual que las religiones, el idealismo anarquista desprecia las condiciones materiales concretas en las que se desenvuelve la historia. Para el anarquismo, el desarrollo de las fuerzas productivas es totalmente secundario: es igualmente valioso y deseable el “comunismo primitivo”, las comunidades indígenas americanas y las pequeñas cooperativas que la gran industria altamente tecnificada y la organización del trabajo a escala mundial. Inclusive hay algunas corrientes del anarquismo que se oponen a la existencia misma de la industria moderna.

El anarquismo comparte por lo tanto con las religiones un cierto romanticismo: pretende volver a unas idílicas condiciones pasadas de existencia, a una edad dorada que fue dejada atrás por el paso del tiempo alterada por el despotismo de “la autoridad”, ese concepto abstracto que tanto obsesiona a los anarquistas y que carece de cualquier raíz histórica material. Una variante “new age” del anarquismo, el autonomismo, pretende inclusive construir esa sociedad idílica en coexistencia con el mundo capitalista actual, a través de la creación de redes cooperativas, comunidades, etc, como si la pequeña industria artesanal tuviera alguna ínfima posibilidad de competir con la gran industria capitalista sin caer en la ruina o tener que asociarse con algún empresario. Aún en el caso de que las cooperativas pudiesen subsistir de forma autogestiva, tendrían que hacerlo a costa de un nivel de auto-explotación que resultaría inclusive menos deseable que la explotación asalariada. En ese sentido, las cooperativas pueden significar en muchos casos la socialización de la escasez: todo lo contrario a lo que busca el marxismo.

La corriente marxista genuina no lucha por la creación de cooperativas, sino por la nacionalización bajo control obrero de lo más avanzado en la producción y por el desarrollo de nuevas industrias de forma socialmente planificada, de tal forma que se consiga optimizar el uso de recursos, disminuir al mínimo el daño al medio ambiente, reducir todo lo posible el esfuerzo necesario por el trabajador y mejorar al máximo la calidad del producto. Esto no significa que la creación de cooperativas quede totalmente vedada: en ciertas condiciones puede ser necesario para garantizar la subsistencia material de un grupo de personas (en caso de desocupación generalizada, por ejemplo), así como también es útil para formar técnicos y especialistas no contaminados por la propiedad privada. Pero de cualquier forma, la creación de cooperativas es accesoria al tronco principal que es la lucha de clases, y de ninguna forma debe volverse un objetivo en sí mismo.

El sujeto revolucionario

Como se dijo más arriba, la corriente marxista basa todo su accionar en la dinámica propia de la historia: las fuerzas productivas se desarrollan, entran en contradicción con las relaciones sociales de producción, las diferentes clases y capas sociales que poseen intereses contradictorios chocan entre sí y transforman toda la estructura social con su impacto. De todas estas capas y clases sociales que luchan entre sí (a veces de forma abierta en forma de guerra civil, otras de forma casi silenciosa), el marxismo toma partido por la más históricamente progresiva de estas fuerzas sociales: el proletariado moderno, los obreros desposeídos de todo medio de producción que se ven obligados a venderle su fuerza de trabajo a un capitalista a cambio de un salario. Y es la históricamente más progresiva, porque es, de las dos clases sociales ligadas a las formas modernas de producción (la otra es la de los propietarios del capital), aquella que no tiene nada que perder con una revolución social más que sus cadenas, y un mundo entero por ganar. Es aquella que cotidianamente observa cómo sus patrones se enriquecen cada vez más y más por el solo hecho de ser propietarios, mientras que el obrero que con un durísimo esfuerzo produce día tras día aquello que la sociedad consume, no recibe más que un mísero salario invariable.

La corriente marxista considera que las clases y capas sociales que poseen pequeños medios de producción (una pequeña cantidad de tierras cultivables, herramientas o máquinas de manufactura, etc.), por más que claramente no cumplan el mismo rol que los grandes propietarios, no son esencialmente una clase revolucionaria, a diferencia del proletariado. El campesinado, los artesanos y la pequeñoburguesía en general, no pueden cumplir un rol dirigente en la revolución por varias razones: son una clase social muy dispersa (frente a la concentración del proletariado industrial), muy heterogénea (frente a la uniformidad de los obreros), y por sobre todas las cosas, muy individualista: el pequeño propietario no puede estar pendiente más que de su propiedad. En todo momento su mayor preocupación es conservarla, sin importarle las necesidades que tenga la población como un conjunto. Por esta razón, la pequeñoburguesía es una clase indisciplinada, muy volátil: en algunos momentos puede ser la más explosiva y revulsiva de las clases sociales, quedando inclusive muy a la izquierda del proletariado, pero apenas la situación cambie, volverá a la pasividad o se integrará al campo de la reacción, con una velocidad sorprendente. La pequeñoburguesía sólo puede cumplir un rol revolucionario cuando marcha atrás del proletariado organizado.

En algunos países, esta clase social de pequeños propietarios conforma un porcentaje muy importante de la población, habitualmente en los mismos en los que el proletariado esa minoría (es decir, los países coloniales, semicoloniales y atrasados). En esos países la clase obrera no puede conquistar el poder sino es ganándose a esas clases para la revolución, pero eso no significa que quede desplazada de su rol de sujeto revolucionario por excelencia. En todo caso, el proletariado debe conseguir “arrastrar atrás de sí” a los campesinos y las capas medias, pero de ninguna forma diluirse entre ellas ni mucho menos ir a su rastra. En todos los países, es la clase obrera la que debe conquistar el poder político para poder dirigir la transformación de toda la sociedad, aún en aquellos donde lo haga en alianza con sectores pequeñoburgueses. Es precisamente a esto a lo que Marx y Engels se refieren con el concepto de dictadura del proletariado.

Todo esto se diferencia tajantemente de los postulados anarquistas, que consideran que el obrero asalariado ocupa igual lugar en el proceso revolucionario que el campesino u otro sectores sociales (sus variantes autonomistas y posmodernas extreman esto al punto de impugnar la noción de “sujeto”). De esta forma, el anarquismo termina representando, en las sociedades de mayoría campesina o artesana, el punto de vista de estos pequeños propietarios, opuestos por sus intereses de clase al desarrollo de fuerzas productivas modernas. Y como muchas veces estos sectores de pequeños propietarios terminan yendo a la rastra de los grandes en contra de la revolución proletaria, la corriente anarquista termina cumpliendo un rol reaccionario, como ocurrió en la Revolución Rusa.

El anarquismo está impregnado de rasgos pequeñoburgueses: su individualismo, indisciplina y ultraizquierdismo (que en los momentos más álgidos de la lucha de clases se transmuta en oportunismo) son las características típicas de los pequeños propietarios exaltados, de los campesinos y artesanos en sus momentos de crisis. Precisamente de ese sector social nació el anarquismo (el artesano Proudhon es el ejemplo más claro). Esto no quiere decir que el anarquismo no haya hecho pie en la clase obrera moderna (por el contrario, llego a influenciar a millones de trabajadores a fines del siglo XIX y principios del XX, sobre todo en España y los países de América Latina, en los que llegó a ser corriente hegemónica). Lo que sí quiere decir es que, aún encarnado en trabajadores asalariados, sus postulados representan más bien el punto de vista, la forma de ver el mundo de los pequeños propietarios, y por lo tanto, no puede responder a los problemas concretos que presenta la lucha de clases moderna: ante el menor desafío de las circunstancias, el anarquismo siempre terminó actuando o bien como furgón de cola de alguna corriente burguesa (como en la revolución española de 1936, aplastada por el Frente Popular y luego rematada por el fascismo), o bien abriéndole el camino a la reacción burguesa gracias a la desorganización, las pretensiones fantasiosas y la ingenuidad política (o mejor dicho, la gran ingenuidad que es el a-politicismo).

Centralización y represión en la guerra revolucionaria

El idealismo anarquista se observa también en su concepción de la transición al socialismo (al comunismo anárquico, mejor dicho). Algunas corrientes del anarquismo, en especial la anarco-sindicalista, tenían la ilusión infantil de que se podía derrotar al Estado simplemente mediante una huelga general. Sin embargo, todas las veces que los obreros anarquistas paralizaron la producción, se encontraron inmediatamente con la represión policial y militar, contra la cual nunca supieron responder. Si bien comprendieron en muchos casos la necesidad de tomar las armas y resistir por la fuerza, siempre lo hicieron de una forma caótica, dispersa, y en un momento en el que ya era demasiado tarde y era imposible ganar el combate en un enfrentamiento abierto. Esto se debe al rechazo en abstracto que los anarquistas tienen por “el poder”, “la autoridad”, “el Estado”, “la centralización” etc., que les impide tomar cualquier iniciativa mínimamente organizada que pueda tener alguna posibilidad de éxito.

La corriente marxista, en cambio, no tiene esos prejuicios: sabe perfectamente que sin cierto grado de centralización, autoridad y represión es imposible imponerse sobre un enemigo que, además de poseer los medios de producción, tiene a su favor a las fuerzas represivas del Estado.

El anarquismo, así como no asigna ninguna importancia al desarrollo de las fuerzas productivas en su modelo de sociedad, tampoco se la otorga en lo que respecta a la defensa militar frente a la reacción contrarrevolucionaria y la invasión de las potencias imperialistas. Supone que es posible organizar una resistencia seria sin necesidad de industria avanzada y de una organización económica y militar centralizada y bien planificada a escala nacional. En ese aspecto, el anarquismo coincide con el socialismo nacionalista (por ejemplo, el estalinismo) en el sentido de que considera que no sólo es posible realizar el socialismo (comunismo anárquico) en un solo país, sino inclusive en una sola provincia y hasta en una sola comunidad. Sus variantes individualistas “new age” prácticamente llegan al punto de plantear la posibilidad del socialismo en una sola maceta.

No hace falta citar el caso de la resistencia indígena americana frente a la conquista europea para demostrar que es imposible ofrecerle un desafío serio a un enemigo que posee fuerzas productivas mucho más desarrolladas y una organización centralizada.

La corriente marxista, por el contrario, entiende que el único triunfo sostenible y deseable frente a la reacción burguesa, es la victoria de la revolución proletaria mundial, especialmente en el interior de las potencias imperialistas (EEUU, Europa, Japón, etc.). Tiene muy en claro que ningún triunfo en un pequeño territorio con escaso desarrollo es sostenible por largo tiempo. Para que Cuba pudiese sostenerse frente al imperialismo, fue necesario un largo período de subsidios por parte de de la Unión Soviética.

Si la URSS pudo sostenerse apenas triunfó la revolución de Octubre, fue precisamente porque contaba con: un territorio extenso, una gran cantidad de población, cierto grado desarrollo industrial moderno, y en especial, una organización centralizada de la economía y la defensa militar: el Estado obrero, orientado a su vez por un partido marxista revolucionario, el partido bolchevique. No hubiera sido posible resistir la invasión de 14 ejércitos imperialistas y la reacción de los guardias blancos, soportar las hambrunas y la crudeza del invierno ruso sin la utilización racional y optimizada de todos los recursos económicos y humanos disponibles. Y no es posible esa planificación sin garantizar la centralización del poder político en manos de la clase obrera, el monopolio de la fuerza por parte del ejército rojo proletario (un ejército que pretenda resistir seriamente no puede permitirse que existan grupos armados que no respondan a él en su mismo territorio) y la nacionalización de la industria bajo control obrero.

Es en ese sentido que la corriente marxista defiende la necesidad de un Estado Obrero en la transición hacia el socialismo-comunismo, es decir, un Estado que sea el proletariado organizado como clase dominante, hasta tanto la revolución proletaria termine de destruir los últimos bastiones de la reacción burguesa y no haya más necesidad de un aparato represivo. En ese caso, el Estado obrero simplemente se extinguiría en tanto fuerza de dominación del proletariado sobre la burguesía, porque ya no existiría burguesía a la cual dominar, y los obreros ya no serían proletarios sino integrantes igualitarios de una sociedad sin clases. En la medida en que se desarrollen las fuerzas productivas y se garanticen las condiciones materiales e intelectuales de existencia para todos los individuos, aún la más mínima coerción perdería la razón de ser y dejaría de existir, porque ya no habría a quién vigilar y castigar. Solo continuaría existiendo un aparato (formado por funcionarios sometidos a mandato popular y revocables) de administración y gestión económica, íntimamente ligada a los comités de control obrero en cada rama de la producción.

Pero mientras la lucha contra la reacción burguesa aún no haya acabado, negarse a ejercer cierto grado de represión y de limitación de las libertades (el mínimo indispensable para el triunfo de la guerra revolucionaria y el aplastamiento de toda posibilidad de reacción), es negarse a tener posibilidades reales de victoria contra un enemigo que a nivel mundial es infinitamente más poderoso, precisamente por ser propietario de todas las fuerzas productivas avanzadas de la humanidad. Ese mínimo indispensable de represión y limitación de las libertades es al que la corriente marxista está también incluido en el concepto de dictadura del proletariado, etapa que termina con el triunfo definitivo de la revolución proletaria mundial. El grado de represión y centralización aplicado en cada situación depende de las condiciones concretas de la lucha de clases en cada momento y lugar. Todo lo contrario a lo que plantea la corriente anarquista, que antepone el ideal abstracto de “libertad”, “libre asociación”, “federalismo”, etc. a las necesidades concretas de cada situación concreta.

La agitación cotidiana

El idealismo anarquista, por último, se manifiesta también en su estrategia de organización y agitación cotidiana, en especial en su rechazo a toda forma de acción política, y en especial a la labor parlamentaria y a la formación de partidos políticos.

Algunas corrientes anarquistas (llegando ya a empalmar de lleno con las tendencias abiertamente reaccionarias) planteaban inclusive que la acción de los sectores populares se debía limitar a obtener mejoras económicas, dando lugar a la tendencia sindicalista (que terminó siendo integrada por el capitalismo para combatir a las tendencias revolucionarias dentro de los sindicatos obreros, dando lugar en muchos lugares a la moderna burocracia sindical). Al negarle a las masas la posibilidad de discutir y posicionarse políticamente a través de sus propios órganos, termina obligándolas a aceptar la política impuesta por los órganos de la burguesía.

Quizás el anti-parlamentarismo sea el error menos grave de la enorme cantidad en los que incurre la tendencia anarquista, pero de cualquier manera, entrega un importante terreno de batalla ideológica a la burguesía, perdiéndose la posibilidad de que los sectores revolucionarios puedan participar con un programa propio en los grandes debates políticos que atraviesan a la sociedad.

Mucho más grave que eso es el rechazo en abstracto a los partidos políticos, sin distinguir su signo de clase, con lo cual el anarquismo renuncia a la posibilidad de construir una dirección revolucionaria para el movimiento de masas, entregándoselo de lleno al “sentido común” impuesto por la hegemonía burguesa, a los prejuicios socialmente instalados, y a muchos otros factores que limitan seriamente las posibilidades de desarrollo revolucionario. Con su confianza ciega en la espontaneidad de las masas, el anarquismo se encuentra imposibilitado para evitar que estas avancen “espontáneamente” hacia su propio suicidio. En los casos en los que el anarquismo comprende la necesidad de organizarse para dar batallas contra el sentido común y la influencia burguesa, lo hace conservando su concepción idealista de lo que tiene que ser una organización: una sumatoria de partes autónomas, en el mejor de los casos coordinada por delegados cuyas decisiones no son obligatorias y deben referendarse constantemente (el llamado “federalismo”). Obviamente, con esta forma organizativa es completamente imposible organizar una agrupación nacional ni mucho menos internacional que intervenga de forma unificada en la lucha de clases, organice frentes de actividad permanentes, pueda resistir en clandestinidad en situaciones de agudización represiva, etc. Mucho menos aún puede tomar iniciativas unificadas a escala nacional, trazar estrategias, etc., con lo cual queda totalmente imposibilitada de ganarle de mano a la reacción burguesa, golpeando antes y más fuerte que ella.

Por suerte, no todas las tendencias anarquistas comparten todas las características anteriormente descriptas. Hay algunas que se acercan más a posiciones coherentes, clasistas, revolucionarias. Sin embargo, en el extremo opuesto, hay decenas de ideologías, viejas y nuevas, que se embeben de la ideología anarquista para llegar a las conclusiones más reaccionarias posibles: por ejemplo, que el cambio sólo es posible “adentro de uno mismo”, que la revolución es un hecho individual, y otros horrores similares que no consiguen más que desarticular toda posibilidad de cambio real.

La experiencia de la URSS

Sin embargo, si las tendencias anarquistas, autonomistas e individualistas florecen en el mundo actual de la forma en que lo hacen, se debe en parte a una razón totalmente comprensible y lógica: el miedo a que una verdadera revolución proletaria termine de la forma en que terminó la URSS.

Por lo tanto, no hay discusión posible con esas tendencias si la corriente marxista no explica también que la degeneración burocrática de la URSS no se debió a la esencia de su teoría y de su programa, sino a las condiciones concretas, particulares y específicas en las que se tuvo que desenvolver la Revolución Rusa. Principalmente, al hecho de haberse estancado en el interior de las fronteras de un solo país sin poderse expandir al resto del mundo (y en especial a las zonas de alto desarrollo de las fuerzas productivas), con el agravamiento de que ese país era uno que poseía una población de enorme mayoría campesina (más del 80 por ciento), con una estructura económica agraria con fuertes rasgos feudales y primitivos. Esto tuvo muchísimas consecuencias negativas, entre ellas: que el sujeto revolucionario por excelencia, la clase obrera, se encontrara en minoría frente a las enormes masas campesinas, quedando entonces el más firme apoyo a la revolución reducido a un sector minoritario con intereses parcialmente contrapuestos a los de la mayoría (y con ello, que la democracia más directa de todas, la democracia obrera basada directamente en las grandes fábricas concentradas, fuera solo una pequeña parte del proceso revolucionario). Que fuera necesario un aparato estatal hipertrofiado para poder superar las consecuencias de la dispersión poblacional (por la necesidad de gran cantidad de funcionarios, inspectores, etc.). Que se debieran tomar medidas represivas que terminaron asfixiando la democracia soviética, como la supresión de los partidos que saboteaban al Estado obrero. Que fuera necesario pasar por una fase semi-capitalista en el campo (la Nueva Política Económica, la NEP) para poder superar el enorme atraso de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, dando lugar a una capa social de explotadores y especuladores que se terminaron enquistando en el Estado Obrero contribuyendo a su deformación.

Estos son sólo algunos ejemplos de cómo las condiciones específicas que tuvo que atravesar la Revolución Rusa llevaron a su degeneración burocrática y contrarrevolucionaria y a su permanente atraso económico respecto a las potencias capitalistas, que llevaron finalmente a la restauración del capitalismo (que fue falsamente propagandizada por los profetas del capital como “el fracaso del comunismo”, como si este hubiera llegado a existir). Esto no quita que también se hayan cometido errores: es muy probablemente que los haya habido. Pero además hay otro factor, en el que inclusive llegar a tener razón el anarquismo: el ejercicio del poder político por parte de una clase social le impone una terrible presión que tiende a deformar a sus agentes. Esta premisa es compartida inclusive por autores trotskistas como Christian Rakovsky, aunque llega a una conclusión totalmente opuesta: en vez de negarse a tomar el poder por el miedo a la degeneración burocrática, es imprescindible que la dictadura del proletariado tome como una de las tareas principales el educarse a sí misma para romper cada vez más con los vicios heredados del viejo mundo, para superar los “peligros profesionales del poder”.

De cualquier forma, aún habiendo sufrido una brutal deformación, que negó radicalmente su propio origen e intenciones iniciales, la Revolución Rusa de 1917 dejó una profundísima e imborrable huella en la historia, llenando de pánico durante décadas a la burguesía mundial y obligándola a emprender reformas sociales en todo el globo. Aún con todos sus aspectos negativos, la Revolución Rusa logró conquistar importantes mejoras en las condiciones de vida para la población trabajadora, desarrollar de una forma muy considerable las fuerzas productivas en países muy atrasados, contribuir a la relativa independencia de muchos países semicoloniales, así como desarticular al mayor bastión de la reacción monárquica en Europa. Nada de esto puede decirse de las revoluciones orientadas por el anarquismo: todas ellas fueron aplastadas en poco tiempo y sobreviven solo como bellos recuerdos del pasado, para rememorar en jornadas de nostalgia y auto-afirmación ideológica.

martes, 20 de mayo de 2008

La transformación de Alegre Subversión en Palabras Rojas

El blog "Alegre Subversión" cumplió su ciclo. Si bien siempre fue sufriendo transformaciones a lo largo de su existencia, su última fase ya no tenía prácticamente nada que ver (ni en contenido ni en forma) con lo que era al princpio. Por esta razón, se transformó en Palabras Rojas.

La intención sigue siendo la misma: aportar un granito de arena al debate sobre la emancipación humana, desde la trinchera socialista revolucionaria.

Pero su autor ya no comparte los puntos de vista espontaneístas que tenía cuando creó el blog a mediados del año 2006. Por esa razón, se cambió no solo el enfoque de los artículos, sino que se borró también todos los vínculos a páginas que reflejaban el antiguo punto de vista.

Aprovecho este espacio para agradecer a todos los que vienen leyendo el blog, a los que soportan la extensión de los artículos y, especialmente, a los que hicieron comentarios, críticas constructivas, etc.

Un abrazo a todos,
el autor del blog