viernes, 6 de junio de 2008

Bolchevismo vs. Autonomismo (parte 2)

El autonomismo y el poder

La historia demostró de sobra que no es posible acabar con la explotación y opresión de la enorme mayoría de la población sino es quitándole de las manos a la burguesía la totalidad de su poder político y económico, es decir, la posibilidad de ejercer la coerción física y la propiedad de los medios de producción y de comunicación masiva. Si esto no ocurre, la minoría explotadora sigue disponiendo de todas las fuerzas productivas avanzadas de la humanidad (y por lo tanto, de toda la riqueza, de toda la capacidad de satisfacer las necesidades y deseos de toda la población), de la capacidad de reprimir violentamente a los sectores populares, de controlar el flujo de información e imponer su particular forma de ver el mundo. O sea, sigue teniendo la posibilidad de hacer con el mundo lo que se le da gana, desde arrasarlo con la contaminación ambiental, hasta hacer morir de hambre a millones de personas que nunca tuvieron siquiera la oportunidad de elegir qué tipo de vida querían tener.

La historia demostró también que los trabajadores asalariados pueden ser el sector más dinámico y anticapitalista de toda la sociedad, consiguiendo arrastrar atrás de sí a todas las capas oprimidas en la lucha por con conquistar el poder político y económico. Y también demostró que la clase obrera es la única que tiene la homogeneidad y el nivel de concentración necesarios como para ejercer una auténtica democracia socialista (ya que no tiene que preocuparse por defender ninguna propiedad privada, se encuentra físicamente compacta en grandes unidades productivas, no tiene que competir entre sí, sufre la explotación económica más directa y tangible de todas, maneja las fuerzas productivas más avanzadas, etc.). Esto se puede comprobar también por la negativa en todos los procesos revolucionarios anticapitalistas en los que la clase obrera estuvo ausente como tal: tanto en Europa del Este como en China y en Cuba, la degeneración burocrática fue inmediata. Por el contrario, en la Revolución Rusa, pese a su degeneración posterior, las masas tuvieron pleno protagonismo democrático durante muchos meses y aún conservaron algo de él en las durísimas condiciones impuestas por la guerra civil y la posterior reconstrucción económica, por el hecho de haber tenido como su más firme impulsor al proletariado, a los trabajadores asalariados principalmente de la industria.

Por estas razones, el bolchevismo en general y el trotskismo en particular hacen hincapié en la necesidad absolutamente insoslayable de que la clase obrera encabece un movimiento popular que se haga con la totalidad del poder político y económico en todos los países. La estrategia del bolchevismo es, por lo tanto, una estrategia de poder, y ordena toda su táctica alrededor de ella.

El autonomismo en todas sus variantes, por el contrario, carece de esa estrategia de poder, por diferentes razones. Tanto el anarquismo como el “sindicalismo revolucionario” consideraban que el poder no debía ser tomado, sino “derribado” mediante la huelga general revolucionaria o “abolido” por decisión popular, cosa que (como se explicó en el artículo anterior) es totalmente utópica. El autonomismo post-URSS también considera que el poder no debe ser tomado, sino que los “movimientos sociales” tienen que construir en sus márgenes. La única perspectiva un poco más interesante la ofrece el consejismo y sus variantes (situacionista, etc.), que si bien consideran que es necesario que la clase obrera tome el poder, piensan que va a hacerlo por sí sola cuando llegue espontáneamente al nivel de conciencia necesario para ello.

El bolchevismo y la conciencia revolucionaria

A diferencia de estas tendencias, el bolchevismo siempre consideró que la clase obrera y las masas en general no pueden llegar “espontáneamente” a la conciencia de que es necesario hacerse con el poder político y económico. El proyecto revolucionario comunista no es algo que exista en el inconciente del trabajador y deba ser “exteriorizado”, ni tampoco un producto mecánico de su propia experiencia de clase: si fuera así, la misma existencia de la clase obrera ya habría llevado hace siglo y medio al socialismo mundial.

Tampoco es cierto, como pretenden algunas tendencias consejistas, que solo haga falta una “autoclarificación” de la clase obrera mediante la creación de “grupos de estudio”, “colectivos horizontales”, “agrupaciones independientes”, etc. En primer lugar, porque si la clase obrera comprendiera por sí sola la necesidad de crear esos grupos, es porque ya habría llegado a un nivel de conciencia revolucionaria que lindaría con el comunismo: nuevamente, la revolución mundial ya se habría hecho hace siglo y medio. Y si esos grupos no fueran creados por la misma clase “espontáneamente”, sino por sus minorías avanzadas en conjunción con los elementos intelectuales revolucionarios provenientes de otras clases, entonces ya no sería “auto-clarificación”, sino simplemente clarificación.

Es muy cierto que es necesario que la minoría obrera avanzada en conjunto con los intelectuales revolucionarios clarifiquen al resto de los trabajadores sobre las condiciones y estrategia de su liberación, sobre cómo se desenvuelve la historia, cómo funciona la sociedad, qué rol cumple cada clase social en ella, cómo es el mecanismo de la explotación y de qué forma puede ser destruido. Ahora bien: es imposible una “clarificación” puramente intelectual, realizada exclusivamente en el terreno de la teoría. La clarificación de la clase obrera sobre su situación en la sociedad, sobre su proyecto histórico y sobre las tácticas a adoptar en cada momento, sólo pueden darse como un proceso dialéctico, que se desenvuelve principalmente sobre el terreno de la práctica, de la experiencia cotidiana de clase. Pero esta experiencia no es “cualquier” experiencia de clase: es aquella experiencia que es orientada, dirigida por la minoría avanzada, por la vanguardia revolucionaria, ya sea por la positiva (en caso de que la vanguardia sea hegemónica en un movimiento) o por la negativa (en caso de que la vanguardia sea minoritaria y acompañe el movimiento dando en todo momento su propio punto de vista). La clave del proceso es justamente la actitud tomada por esa vanguardia revolucionaria frente a cada pequeño o gran problema que plantee la cotidianeidad de la lucha de clases.

Sin este acompañamiento práctico, empírico, cotidiano y sistemático a la clase trabajadora por parte de la vanguardia revolucionaria, el proletariado nunca puede llegar a una conciencia plena y claramente socialista: no tiende a llegar más a que a una conciencia sindicalista, a una conciencia de que son necesarias ciertas reformas parciales e inconexas. En primer lugar, porque su “sentido común” es el resultado de la influencia ideológica permanente que ejerce tanto la burguesía (en sus variantes imperialistas, nacionales y populares, pequeño-empresarias, etc.) como los pequeños productores: esto hace que el trabajador, ni sea “revolucionario por naturaleza”, ni sienta una atracción natural hacia las ideas revolucionarias. Por el contrario, toda teoría revolucionaria debe abrirse paso hacia los trabajadores, ganándose su confianza y mostrando su validez y utilidad en las pequeñas y grandes cosas del día a día.

Pero lo tanto, es absolutamente fundamental que la vanguardia revolucionaria intervenga en todos y cada uno de los frentes de la lucha de clases, en cada uno de los frentes en que los intereses de los trabajadores y los oprimidos en general choquen (aunque sea en aspectos parciales y superficiales) contra los intereses de la burguesía. Pero esa intervención, al mismo tiempo, para ser útil necesita ser unificada y sistemática. Necesita partir de una única caracterización de la situación política general, de una única orientación política general para el momento, de una unificación militante basada en una estructura permanente, con una clara división de tareas. Es decir: necesita de la existencia de un partido político revolucionario.

En determinada fase de la lucha de clases, la actividad de las masas pierde su carácter segmentario y parcializado (es decir, sindical) y adquiere plenamente un carácter político, general, unificado. Es en este momento donde más firmemente se hace necesario que la vanguardia revolucionaria dispute y conquiste la dirección política de las masas, para que con las consignas y las tácticas adecuadas para cada momento, las oriente en el camino de la toma del poder, la expropiación de la burguesía y la transición hacia el socialismo. Es también en consecuencia el momento en el que más necesario se vuelve el partido revolucionario: si las masas no son revolucionarias y claramente socialistas “por naturaleza” en el terreno sindical, mucho menos lo son en el terreno político, en el que súbitamente se encuentran cara a cara con su enemigo de clase y todo su aparato represivo e ideológico, sin poder terminar de reconocerlo como tal, sin poder identificar las trampas que éste le tiende, los miles de obstáculos que se alzan en su camino: las direcciones políticas traidoras, conciliadoras, reformistas, las provocadoras y aventureras, las desorganizadoras, etc.

(continuará)

lunes, 2 de junio de 2008

Bolchevismo vs. autonomismo (parte 1)

Orígenes históricos de las tendencias autonomistas

Como se explicaba en el artículo anterior, el anarquismo es una corriente ideológica que en última instancia expresa el punto de vista de los pequeños productores artesanales o familiares, o sea, de los que no son asalariados pero tampoco explotan fuerza de trabajo ajena, y producen usando herramientas poco tecnificadas, para subsistir o para vender pequeños excedentes al mercado. Este sector social existe en casi todas las sociedades de todas las épocas como ajeno al tronco principal de la producción, o sea, de las fuerzas productivas más avanzadas, y por lo tanto también de las principales clases sociales. Permanece al margen de amos y esclavos, de siervos y señores feudales, de obreros y patrones. Por esa razón, el eje de su cosmovisión política no es la lucha de clases, sino la lucha contra los abusos políticos, contra la autoridad, contra el poder.

El pequeño productor no anhela mucho más que poder vivir tranquilo realizando su actividad productiva cotidiana, sin la injerencia de sectores externos que le quiten el fruto de su trabajo (mediante tributos, impuestos, alquileres o intereses financieros), que amenacen su pequeña propiedad o que le impongan deberes políticos. Es esta mentalidad la que hace que el pequeño productor sienta como ajena y hostil a toda fuerza coercitiva, a toda fuerza que le imponga desde afuera una determinada forma de hacer las cosas. Es de este sector, por lo tanto, de donde brota casi naturalmente la ideología anarquista. Pero no queda limitado a él, sino que ejerce permanentemente una presión ideológica que influencia a todos los sectores explotados y oprimidos, incluida la clase obrera: esto fue lo que ocurrió en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, en las que el anarquismo encontró una base masiva entre los trabajadores asalariados en muchos países.

De la misma forma en que la burguesía ejerce una presión social objetiva que lleva a que sectores de trabajadores tomen como propios valores ideológicos que les son ajenos (defensa de la propiedad privada y del capitalismo, de la nación, de la tradición y la familia, de la legalidad e instituciones burguesas, etc.), lo mismo ocurre con los pequeños productores, cuya presión ideológica introduce en el proletariado sus ideas anarquizantes. De esta forma, algunos trabajadores pierden de vista la centralidad política de la lucha de clases, y consideran que su enemigo principal es “el Estado” en abstracto, “la autoridad”, etc. (y en los casos más extremos, “la política” en abstracto).

La tendencia anarquista logró alcanzar una fuerza considerable en la Asociación Internacional de los Trabajadores de 1864, llevando a su escisión. Pero la presión ideológica anarquizante no se mantuvo limitada solamente a la tendencia anarquista. La degeneración reformista de la Segunda Internacional provocó un malestar muy importante entre sectores de su base obrera, llevando a una ruptura por izquierda que compartía muchas características con el anarquismo: la que conformó la tendencia conocida como “sindicalista revolucionaria”.

La Segunda Internacional (socialdemocracia) había abandonado paulatinamente su perspectiva revolucionaria: gracias al sistemático crecimiento de sus organizaciones, al mayor peso relativo de la clase obrera en la sociedad, a la ausencia de grandes turbulencias económicas y políticas, etc. había conseguido obtener una serie de mejoras superficiales en las condiciones de vidas de los trabajadores, lo cual le había hecho creer que era posible acabar con la explotación de una forma pacífica, gradual y en amistad con la burguesía. El principal terreno de su actividad se había traslado, por lo tanto, de las calles al parlamento, de la lucha obrera a la negociación sindical. El principal sujeto político ya no eran las masas proletarias sino los diputados, los profesionales sindicalistas, los intelectuales refinados.

Por esa razón, los sectores obreros más radicalizados de la Segunda Internacional se sentían asqueados de la participación en los parlamentos, tenían un rechazo instintivo hacia el todo lo que pareciera intelectual. Consideraban que los partidos obreros no hacían más que frenar la lucha de los trabajadores, suavizarla, quitarle toda su potencialidad explosiva. Sentían admiración por las organizaciones anarquistas que, al permanecer al margen de toda lucha política, no habían sufrido tan fuertemente la degeneración reformista, y todavía conservaban una enorme radicalidad. Por estas razones, encontraron en el apoliticismo anarquista la plataforma para organizarse en tendencia propia: el punto principal era la autonomía abstencionista de las organizaciones obreras respecto al Estado y sus instituciones, respecto a todos los partidos políticos.

Como se explicaba en el articulo anterior, la tendencia “sindicalista revolucionaria” también sufrió una degeneración reformista, y al igual que lo ocurrido con la socialdemocracia, muchos sectores terminaron apoyando a sus respectivos Estados en la carnicería interimperialista de 1914. La tendencia “sindicalista revolucionaria” terminó en muchos países siendo la pata obrera de movimientos nacionalistas reaccionarios: el caso más extremo fue el del fascismo italiano de Mussolini. En Argentina, el “sindicalismo revolucionario”, junto a sectores provenientes del socialismo reformista, terminaron siendo el núcleo obrero inicial alrededor del cual se formó el movimiento peronista. Como se puede ver, la “autonomía” y el abstencionismo de las organizaciones obreras respecto a la lucha política y sus partidos, no es ninguna garantía contra la degeneración.

La revolución rusa de 1917 tuvo como resultado la ruptura definitiva de los sectores obreros revolucionarios con la socialdemocracia, para formar la Internacional Comunista (Tercera Internacional). Pero no todos ellos se identificaron con los postulados bolcheviques: especialmente en Alemania y Holanda, surgió la llamada tendencia consejista. Su formación tuvo características muy similares a las del sindicalismo revolucionario: el hartazgo respecto al parlamentarismo socialdemócrata, la centralidad de la autonomía, etc. Tenía sin embargo varios rasgos novedosos: adoptaba como piedra basal de su proyecto revolucionario, ya no a los sindicatos, sino a los Consejos Obreros (soviets) surgidos en Rusia en 1905 y resurgidos en 1917, año en el que consiguieron tomar el poder. Como la tendencia sindicalista había degenerado, el consejismo (también conocido como “izquierda comunista” o “izquierda germano-holandesa”) sacó la conclusión de que los sindicatos eran de por sí organizaciones contrarrevolucionarias y que debían ser combatidos. Los “núcleos autónomos” debían reemplazarlos, sintetizando la lucha cotidiana por reformas con la lucha general por el poder político. Estos núcleos debían arrancar a la mayoría de los trabajadores de las garras del sindicalismo, para poder constituir Consejos Obreros encargados de tomar el poder.

Pero a diferencia de la socialdemocracia, los bolcheviques rusos habían demostrado ya que la existencia de un partido obrero no necesariamente implicaba adaptación al Estado burgués, sino todo lo contrario: el partido bolchevique había sido la punta de lanza de la revolución que destruyó al aparato estatal imperialista del zar y el capital financiero. Sin embargo, comenzaron rápidamente a correr rumores (alentados principalmente por los restos reformistas de la socialdemocracia y por los anarquistas rusos) de que los bolcheviques habían instaurado en Rusia una “dictadura de partido”. Rusia era un país que poseía una aplastante mayoría de pequeños productores campesinos, por lo cual era el perfecto caldo de cultivo para las tendencias anarquizantes (que encontraban su expresión tanto en grupos libertarios como en el partido socialrevolucionario).

Por lo tanto, el consejismo germano-holandés no se oponía “por principio” a los partidos obreros revolucionarios, aunque sí empalmaba con el anarquismo ruso en el rechazo al “despotismo bolchevique”. Sacaron entonces la misma conclusión que los anarquistas: el problema principal a afrontar no era la lucha de clases, sino que había que agregarle (eclécticamente) el de la existencia de “jefes”, de una jerarquía, de una autoridad política. Los nuevos partidos revolucionarios no tenían que tener “jefes” sino ser totalmente horizontales: tras comprobar que eso era imposible, un sector importante terminó por concluir que directamente había que oponerse a la construcción de partidos revolucionarios. Es contra estos sectores, entre otros, que Lenin escribió en 1920 su libro “la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”.

Tanto las tendencias anarquistas como las “sindicalistas revolucionarias” y consejistas fueron extinguiéndose paulatinamente ante su propio fracaso, degeneración reformista o cooptación por parte de la Tercera Internacional. El fascismo y la Segunda guerra mundial terminaron prácticamente de liquidarlas.

Las tendencias autonomistas después de la Segunda Guerra Mundial

El fin de la segunda guerra mundial dejó un panorama político mundial completamente transformado: el estalinismo se había convertido en una fuerza monolítica, que se había extendido hasta el corazón de Europa. Con la revolución china de 1949, dos terceras partes de la población del planeta se encontraban bajo regimenes colectivistas burocráticos. El capitalismo había emprendido también un proceso de auto-reforma que consistía en la intervención del Estado en el proceso productivo, en la mejora de la capacidad adquisitiva de los trabajadores y en la integración de las corrientes reformistas al aparato estatal, dando origen al llamado “estado de bienestar”, caracterizado también por la existencia de una muy importante capa burocrática.

En estas condiciones empezó a aparecer, principalmente entre sectores intelectuales, un fuerte rechazo a la omnipresencia estatal. Estos sectores (por ejemplo, el grupo “Socialisme ou Barbarie” de Francia y más tarde la Internacional Situacionista) planteaban un retorno a los conceptos autonomistas, especialmente los del consejismo. Retomaban la crítica a “las jerarquías”, los partidos revolucionarios, etc. identificando al bolchevismo con su degeneración estalinista.

Estos grupos encontraron un importante auditorio con el ascenso de la lucha de clases abierto por el Mayo Francés de 1968, que en los años siguientes se extendió a muchos países (especialmente Italia y España). En todos esos movimientos, los partidos estalinistas actuaron como quintacolumna de la reacción burguesa en el seno del movimiento obrero-estudiantil, jugándose a volverlo indefenso y desarticularlo. En todos lados surgió un muy legítimo odio al estalinismo, pero que se canalizó erronamente a través de los postulados autonomistas, dando origen a una nueva corriente, muy difusa y heterogénea: la llamada autonomía obrera.

El autonomismo, por lo tanto, se hizo fuerte como negación del estalinismo y todo lo que implicaba: verticalismo, monolitismo, ausencia de sana discusión en las bases y de elaboración colectiva, etc. El problema es que en cada uno de esos puntos, tomó exactamente la postura inversa: horizontalismo total, dispersión, obsesión por la discusión permanente, rechazo al establecimiento de un comando unificado. De esta forma, caía nuevamente en los mismos problemas que había tenido el anarquismo a la hora de enfrentarse a los problemas que plantea la lucha de clases.

La caída del Muro de Berlín: el auge del autonomismo

Con la crisis y colapso de la URSS, se extendió por todo el mundo, a lo largo y ancho de todo el movimiento obrero y popular, la amarga sensación de que la revolución proletaria tal como la entendía el bolchevismo había fracasado para siempre, y peor aún: que no había ninguna alternativa posible al capitalismo, la propiedad privada de los medios de producción y las instituciones burguesas. Parecía que la clase obrera ya no podía volver a ser nunca más un sujeto político independiente, e inclusive que ya ni siquiera existía.

Este estado de ánimo, alentado por las tendencias burguesas de todos los colores (la famosa afirmación de Fukuyama, por ejemplo, del supuesto “fin de la historia”), fue el perfecto caldo de cultivo para las tendencias autonomistas. Se desarrolló en el ambiente intelectual un nuevo tipo de autonomismo, que recuperaba parte de los elementos de la oleada de los 60-70, pero liquidaba aún sus últimos restos de clasismo: renegaba directamente de la centralidad de la clase obrera como sujeto político, en pos de una “multiplicidad del sujeto”. El poder político se volvía directamente algo que había que “deconstruir”, “dispersar”, etc. Toda organización política no hacía más que “reproducir” los valores del “sistema”, etc. La única alternativa era crear pequeños focos de “autonomía” en los cuales se implementaran relaciones sociales horizontales, cooperativas, etc. en convivencia pacífica con el capitalismo.

Estas tendencias autonomistas encontraron en el mundo académico y universitario burgués una caja de resonancia que les permitió empezar a volverse parte del sentido común de grandes sectores. Influenciaron también muy fuertemente a los nuevos movimientos que surgían en resistencia a la ofensiva capitalista “neoliberal”: el movimiento zapatista en México, los Sin Tierra de Brasil, los piqueteros en Argentina, los “anti-globalización” en todo el mundo, etc. Estos movimientos empalmaron con todo un sector proveniente del estalinismo, la socialdemocracia, el nacionalismo burgués y las diferentes burocracias sindicales, que empezaron a hablar en su mismo lenguaje. El resultado de esta unión fue la formación del Foro Social Mundial, impulsado especialmente por el PT brasilero, partido que al llegar al gobierno, demostró que en el fondo no era más que el mismo viejo reformismo, cada vez con menos reformas: pagó la deuda externa, avaló la flexibilización laboral, atacó el seguro social, no se metió con la propiedad privada, etc. Y todo con una retórica de “democracia participativa”, “movimientos sociales”, etc., directamente copiada del nuevo autonomismo.